lunes, 4 de noviembre de 2013

Un tren con rumbo vacío, 2013

Un tren con rumbo vacío


Me perdí en tren hace unos días; siete horas pasé en un vagón sin saber que llevaba el rumbo equivocado. Para mi suerte, llevé pluma y papel, y plasmé lo que pasó por mi mente cuando no podía soportar más el estopor de la marcha. Estos fueron mis garabatos; si están cargados de nostalgia, comprenderán que tuve suficiente tiempo para reflexionar sobre mi vida.




"He soñado con tragar estrellas y convertirme en el héroe de mis historias; ver al público aclamar mi nombre tras columpiarme glorioso sobre la derrota de mis enemigos y correr tras tinieblas cuajadas de aventuras".

Así debería empezar cualquier escrito, pienso--aunque admito que sería un comienzo aburrido;  debería estar componiendo, no esforzándome inútilmente en completar un ensayo sin pies ni cabeza.

Una descarada gota de sudor rueda burlonamente por mi frente y golpea estrepitosamente el suelo, devolviéndome a la realidad.

"¿Qué hace a alguien atractivo?" --Mis neuronas se retuercen del esfuerzo; odio la asignación que tengo enfrente. Cualquier otra persona hubiese disfrutado un tema así, en especial las flores con la cabeza llena de pájaros revoloteando; pero yo no, ese no es mi caso, y aquí estoy, luchando con un mar de confusiones para lograr dirigir mi mano y al menos escribir algo.

Miro  alrededor, los árboles al otro lado de la ventana siguen deslizándose y mezclándose con los edificios del horizonte; los vagones van dejando atrás el paisaje como pájaros raudos. A mi lado dormita un joven que no hace mucho golpeteaba la pantalla de su móvil, embebido con uno de esos coloridos juegos de aplicación tan populares en estos días. Lo estudio con detalle; estatura promedio, piel quemada por el sol--pero no de un bronceado agradable--, cara lo suficientemente común para ser olvidada fácilmente, y cabello y ojos pardos. Pese a todo, es llamativo, es casi atractivo. Un estrépito de rabia me recuerda la tarea. ¿Por qué debo invertir mi tiempo en semejante pregunta? Vuelvo a mirar al joven a mi lado, quien ahora arregla una enorme maleta de viajes y una caja repleta de frutas, evitando que las naranjas y tomates rueden por el suelo del tren. ¿Qué tiene de especial? Y entonces me doy cuenta: transpira aventura; cada poro de su cuerpo grita que es una persona libre. No es difícil imaginarlo con esa misma maleta mustia cargada de cuerdas y abracada a su espalda, listo para la aventura, listo para deslizarse por las lenguas de un río, o sentado en la cima de una montaña acampando y bebiendo café. Eso es. La respuesta, la tesis en la que centraré mi ensayo es que la seguridad, volubilidad y libertad de espíritu hacen a una persona indiscutiblemente atractiva, independientemente de su físico.

En ese caso, mi abuelo debió haber sido irresistible. No conocí a esa mole de carácter, pues murió cuando yo aún no había entrado al mundo de la consciencia; la imagen que tengo de él ha sido cincelada palmo a palmo por mi familia, y remachada con las anécdotas que circulan por el barrio en que vivo. Mi abuelo fue un hombre respetable, tanto que hoy en día, tras décadas de su partida, cualquier renacuajo correteando endiablado por las calles de mi comunidad se paraliza si lo amenazas con llamar a Gustavo Menta.



El patriarca nació en las faldas de un volcán dormido flanqueado por un lago que le sirve de espejo. Pasó su infancia brincando entre matorrales y enumerando los rastrojos que crecían en las riveras del Coatepeque. Fue el tercer hijo de un matrimonio próspero, y como tal gozó de los lujos que todo niño de clase alta de  la época osaba poseer. Nunca fue a la escuela pues tenía un tutor personal en casa, desde los 7 años de edad su padre le asignó un caballo blanco para recorrer los cafetales de su mansión, y tras aprender a disparar con la precisión para matar una mosca en pleno vuelo, su padre le regaló un par de revólveres que siempre cargó al cinto hasta el ocaso de sus días. A los 15 años se marchó de casa, en un ataque de rebeldía por no simpatizar con el nuevo matrimonio de su padre, y pisó fuera de su hogar convencido que el temple de su carácter le abriría el camino y aceleraría su marcha. Así fue; dejó su huella por muchas calles y pueblos, y vivió las aventuras con las que mi madre avivaba mis noches cuando era niña.

Si la noche ostentaba un calor insoportable, ella congelaba refresco de gengibre en la nevera para que los cubitos de dulce hielo se derritieran en mi boca mientras ella desvelaba los nudos de mi pasado; si era una fresca noche de verano, salíamos las tres, mi madre, mi hermana y yo, cargadas de petates, tazas y sillas, a disfrutar de la soledad de una noche cuajada de estrellas y adozada con el grito de grillos. Apuntábamos al firmamento cada vez que veíamos un punto de luz deslizándose sospechosamente a gran velocidad, rebasando a las otras estrellas, golpeteando contra la nada, y así discutíamos la posibilidad de la vida fuera de la Tierra. Mi madre entonces retomaba sus histerias de historias de abducidos, y mi hermana y yo nos reíamos de incredulidad en su cara, a sabiendas que aunque nos burlásemos de los cuentos, en la noche nos visitarían los miedos, penetrándonos hasta los huesos.

Suspiro. El joven a mi lado dormita; tomates ruedan por el piso del tren y algunos pasajeros expresan su molestia. No he avanzado en mi tarea, el aburrimiento me consume y los edificios al otro lado de la ventana me miran con sus caras grises, vacías, burlándose. Quisiera extender mi mano, tocar un cielo de luciérnagas y quedar con la mano empapada de luz, pero en esta ciudad solo puedo pintar destellos de faroles, bares y motocicletas. Y vuelvo a mirar al joven y me pregunto si alguna vez ha visto estrellas, sentado en el pico de una montaña, bebiendo café. Probablemente no, en una ciudad cosmopoilita, repleta de comodidades, ¿quién desearía escapar a un paisaje lleno de mosquitos, ruidos y alimañas?

Yo, porque sé que ahí está la duda, el miedo, la fragilidad y la magia, que se entremezclan para abofetearte, dar un knockout a tu alma y transformarte en mejor persona. Pero no, desde aquí no veo les estrellas de mi infancia, y estoy ahora en rieles que no conozco y con una tarea sin terminar, con gotas burlándose de mí.