No tienes idea de cuántas veces he
intentado olvidar tu nombre.
En realidad, he probado muchas técnicas
que un día encontré apuntadas en uno de
esos cuadernillos
que no tienen fecha, pero hablan de
embrujos a veces imposibles.
La primera fue escribir tu nombre en un
papelillo
no más grande que mi pulgar,
darle tres besos al revés y al derecho,
imaginando siempre que eras tú,
y luego cuidadosamente rasgarlo en la misma cantidad de pedazos
que la fecha del día en que nos conocimos
para luego lanzarlos cuidadosamente desde
un balcón,
llorando a la luna.
Se supone que habría resultados en una
semana,
durante la cual debía abstenerme de ti,
pero te vi el sábado camino a un café
y rompiste el hechizo.
Después intenté
dejar de leer TODAS tus cartas y mensajes
en TODO sentido de la palabra,
aunque atiborraras mi bandeja de entrada
(cómo complica la tecnología el
olvidar un amor en estos tiempos).
Pero esta vez fue mi falta de fuerza de
voluntad
la que me hizo flaquear:
no podía evitar que el corazón me diera un
vuelco
cada vez que redactabas una de esas
interminables notas de despedida…
Como no funcionó la vía tradicional,
volví a volcarme en el libro mágico.
En el índice, un nombre me llamó la
atención
“Sáquese
la daga ponzoñosa del pecho”
Intenté ese.
Consistía en mentalizarme para actuar como
si ya te hubiera olvidado,
organizar una velada romántica,
comprar tu vino favorito,
coquetearte como todos los días,
y justo después de plantarte un beso en los
labios,
decirte campante y sonante: ¿sabes qué?
NO TE QUIERO.
Me pareció interesante.
Compré velas, adorné la mesa con un mantel
rojo,
tu color favorito, te invité como si fuera
otra noche…
otra noche de largas risas…
Bebías pacientemente sin sospechar
mi plan casi
maquiavélico.
Y llegó uno de esos momentos incómodos,
que en complicidad solemos romper con
besos…
Es mi momento, pensé.
No somos de los románticos que suelen
mirarse antes de juntar los labios
pero ese día,
no sé por qué
sí lo hiciste,
y me conmovió tanto tu mirada,
tu mirada me hizo sentir tan culpable,
que al final del cuento terminé diciendo:
TE QUIERO COMO A MÁS NADIE.
Y terminamos una noche más contentos
pero me fui a la cama sin olvidar que me
había propuesto no quererte.
Busqué otro embrujo,
tal vez uno más avanzado,
enrevesado… lleno de partículas y
vericuetos
aunque me costara mucho dinero comprar los
ingredientes,
pero ninguno me agradó.
Así que esa noche me quedé pensando con el
libro sobre el pecho.´
Pensando en por qué no te quería.
Pensando en por qué tendría que quererte.
Pensando en por qué te había conocido.
Pensando en por qué siempre te cruzaba en el camino,
e
intentando enumerar tus defectos.
Y me di cuenta de que de alguna forma no me
molestaban tanto…
y me mordía la boca,
y saboreaba los últimos vapores del vino
que habíamos intercambiado hacía un rato…
¿Por qué no quiero quererte?
¿Qué hay de malo en tu sonrisa o en tu
mirar?
(En ellas, nada, porque PRECISAMENTE habían
evitado que me fuera de tu lado)
Entonces, ¿por qué?
Puede ser, pensaba, que soy un marinero
enjaulado en el cuerpo de una mujer
de tiempos modernos
que adoraría embarcarse en nuevos puertos
y dirigirse volando a Júpiter
viendo el océano de estrellas arremolinarse
bajo el barco celestial
viendo los delfines-cometas retozando
felices sobre la negra inmensidad
poblada de estrellas
como las que hacen fiesta en tus ojos…
¿Por qué pienso otra vez en ellos?
Me imaginé vestida de pies a cabeza como
amazona,
con una enorme daga en la mano
y a ti, un rival más del bando enemigo.
Cual Aquiles, masacraba a los demás
soldados que me salían al paso,
hasta que te encontré,
te puse la punta de mi espada en la
garganta,
te amenacé con mi grito de guerra,
y te empecé a cercenar cuidadosamente la
piel,
viendo como sangraba la herida...
¿Cuidadosamente?
No, TE DEGOLLÉ.
Y sentí una terrible punzada en el pecho,
¿por
qué?
Así que
lloré a tu lado…
lloré por ti, irónicamente pues no te
conocía
(supuestamente)
y me quedé a tu lado hasta que lanzaste tu
último suspiro.
Por cierto, por tu culpa, en el sueño me mataron…
me tomaron desprevenida mientras tomaba tu
mano
y me clavaron una lanza en una de las
costillas izquierdas.
Caí en otro sueño, con un dolor terrible en
la espalda.
Estaba frente al mercadito donde siempre
voy a comprar flores frescas.
Venías caminando, silbando, desde el otro
lado de la calle,
y me
pasaste por enfrente,
como si nada…
¿CÓMO SI NADA?
¿Quién te crees? ¿Ni siquiera me saludas?
¡ATREVIDO!
Me hizo gorgoritos la sangre, me recorrió
una rabia de carbón,
de fogón de leña
apreté mi bolso contra mí,
y te seguí dispuesta a reclamarte.
Y entonces fue que pensé:
¿Y qué
tal si por fin funcionó,
si por
fin todo dio resultado,
y no me reconoce?
Aún así, el gusanillo de la curiosidad
agujereaba mi respiración,
haciendo que el corazón me palpitara más
rápido
(OJO, era el gusanillo de la curiosidad, no
tú…)
Estabas eligiendo manzanas,
vestido con tu chaqueta favorita…
decidí que también quería manzanas
tomé una bolsa y empecé a llenarla de
frutas
moviéndome para intentar cerrarte el paso,
pero siempre me esquivabas,
Como si nada…
Ya había perdido la cuenta de cuantas
manzanas tenía en la bolsa
en el cartucho plástico
cuando de la nada,
ésta no pudo más con el peso de las
dulzuras rojas,
y
todas cuantas había tomado, rodaron por el piso.
Caballerosamente me la pasaste una a una,
diciendo:
¿no le
molesta que la ayude?
Cuando terminaste, te levantaste y te
dirigiste a la caja a pagar…
Yo me pellizcaba para saber si estaba
soñando,
si seguía soñando,
revisándome el pecho para saber si aún
estaba ahí el libro,
y sentí el nudo más amargo en la garganta,
el más
amargo de mi vida…
Ver cómo te marchabas sin siquiera
voltearte y sonreírme,
y me quedé pasmada, en la caja,
sin saber qué sentir…
Estaba feliz porque lo había logrado,
pero también era el día más triste de mi
vida,
y no sabía por qué…
El vendedor de manzanas me preguntó burlón:
¿qué le ha pasado, señorita?
Parece que le hubieran dado un boleto a
Júpiter…
¿Me dieron un boleto a Júpiter
o me lo quitaron?
¿Me lo quite?
¿POR QUÉ ME LO QUITE?
¿Qué había de bueno con todo lo demás
ahora?
No sé…
No he terminado de encontrar esas
respuestas
y no quise volver a retomarlas cuando
desperté.
Abrí los ojos.
Abrí los ojos agradecida de estar en mi
cuarto,
de sentir el peso del libro sobre mi pecho…
Sentí el libro sobre mi pecho.
Y quise aplicar lo que había aprendido
leyéndolo:
rasgué cada página en cientos de pedacitos
del tamaño de mi pulgar,
besé cada retazo de papel tres veces al
revés y al derecho,
agradeciendo tenerte,
y los lancé cuidadosamente desde mi balcón,
llorando a la luz de la luna
una luna de medianoche,
saboreando el vapor de tu vino en mi boca,
sabiendo que volvería a verte…
-Sandra Gómez (Nela Vega), 2013
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